En mi breve paso por la universidad conocí un sujeto por demás peculiar, lo llamaremos X, para preservar su honor y anonimato. Era un académico empedernido, de esos que tienen una respuesta aceptable para todo, cinéfilo voraz y un gran lector. Podías hablar con él de casi cualquier cosa. El arte, la literatura, el cine y el ajedrez eran sus temas predilectos, sin embargo era sospechoso que, a pesar de ser un sujeto tan culto y curioso afirmaba categóricamente que, no le gustaba la música.
Yo no podía comprender cómo alguien podía pasar la totalidad de sus días sin escuchar, por mero placer, algo de música. Lo interrogué muchas veces, tratando de convencerlo de las bondades de la música, le llevaba discos y le mostraba videos, pero nada perecía convencerlo. – es como cualquier otra cosa- decía, – hay a quienes no les gusta la pintura ni el cine, hay quienes desprecian la literatura y la filosofía, yo por mi parte.- afirmaba, y era enfático al decirlo,- desprecio la música y a los músicos.
Decía que yo no era un músico como tal, afirmaba que yo tan sólo era un escritor confundido. Nunca entendí si aquello era un insulto sutil o una condolencia carismática pero seguí insistiendo sin éxito en que la música daba sentido a los días, aunque lo decía como un mantra automático, sin pensar realmente en las implicaciones de aquello que yo sostenía con tanta vehemencia.
Pasó el tiempo y abandoné la universidad y dejé de ver a X, de pronto lo encontraba en el café D´Val o en el Madoka, pero eran encuentros breves. Un día, sin embargo, iba camino a un ensayo, cargando un pesado teclado en una mano y una estorbosa base en la otra, me dispuse a esperar el camión y entonces lo vi, era X, su cachucha Puma era inconfundible, estaba sentado en un camión que hizo parada, del lado de la ventana, con unos audífonos puestos, me quedé pasmado mientras el camión se alejaba y sonreí un poco.
Bien pudo ser que traía los audífonos para escuchar alguna ponencia o algún audiolibro, pero no quise entrar en el terreno de las posibilidades, para mí, X se había convertido, lo imaginé escuchando música extasiado mientras el recorrido del camión lo hacía sentir como en medio de una película. Ese día ensayé con mucho entusiasmo, pensando que ahora comprendía lo que le había dicho tiempo atrás: la música le da sentido al mundo, es la vibración voluntaria, la versión cuántica del sueño dirigido de Borges.
Hace unos días recordé a X, cuando me puse a pensar que ya son varios meses sin escuchar música en vivo como solíamos hacer poco tiempo atrás, pensé que hace mucho no hay multitudes más allá de las marchas o las filas de los supermercados, cuando en febrero tocamos en un festival y la música fluía como un río sin caudal. Me acordé de X y pensé que quizás él estaría complacido con la situación, traté de alegrarme por él y me quedé dormido.
Ahora que el mundo se ha vuelto extraño y restrictivo, me pregunto qué sería de la realidad sin música. Quizás ya habríamos sucumbido a los caprichos de los gobiernos hace mucho tiempo. Quizás es la idea de volver a bailar con amigos o de volver a un concierto lo que nos mantiene firmes y nos permite revelarnos. En la música hay caos y armonía, ideas, errores, aciertos, historias, dogmas, rupturas, emociones, pensamientos, sensaciones. Viaja por el aire sin restricciones, no se puede desdecir ni desescuchar una vez que se ha producido. Quizás todo haya valido la pena si al volver, la música, como el dinosaurio, todavía sigue ahí.