Hace días que no salgo de mi casa, entre las ambiguas restricciones y una apatía creciente, prefiero quedarme encerrado en el lugar más recóndito de mi cuarto imaginando que afuera el caos acaba con la civilización como la conocemos y que todo cambia de forma drástica, para después, asomarme por la ventana y constatar que efectivamente nada ha cambiado realmente. Los perros siguen ladrando y el sol sale y se oculta con normalidad, no veo nada extraordinario que me haga pensar que las cosas están verdaderamente mal y entonces regreso a mi rincón y pienso que, en tiempos en los cuales hemos visto de todo, tendría que pasar algo verdaderamente alucinante para generar alguna reacción.
Pensar en el suceso crucial que lo cambiaría todo se ha vuelto una especie de divertimento cotidiano. Hay días que imagino que un asteroide impacta la tierra y nos desvanecemos sin dejar rastro y otros días en los que imagino que el cielo cambia de color y se vuelve inexplicablemente verde. Pienso que una civilización extraterrestre aparece y nos confronta o que, de un día para otro, al despertar, el agua de toda la tierra se ha secado y entonces nos vemos condenados a esperar el final en dolorosa agonía.
Todas estas posibilidades me aterran en cierto sentido y me confortan en otro. Pero hay una posibilidad que sé que provocaría el caos de la civilización más que cualquier ojiva nuclear o cualquier hambruna despiadada. Imagino entonces que desaparece el internet. Te levantas un día por la mañana y no hay señal, ningún dispositivo responde, vas hasta la sala y tratas de reiniciar el modem pero nada cambia. Entonces, ante toda lógica del ahorro prendes los datos de tu teléfono, pero tampoco funcionan. Te das prisa, te duchas y sales de la casa para encontrar algún punto donde puedas conectarte pero ni en los cafés, ni en las oficinas hay internet, comienzas a desesperarte y te das cuenta que hay caos en la calle, gente yendo de un lado a otro sin sentido, elevando el teléfono al cielo, como quien eleva una plegaria.
Intentas tranquilizarte y piensas que debe ser algún problema con el sistema o las líneas locales, después de todo, estás dispuesto a admitir que, vives en el tercer mundo y que esas cosas pasan. Te encuentras en el auto y miras a un viejo amigo. Siempre estuvo ahí a un lado del volante al alcance de tu mano, lo enciendes y escuchas una voz dulce de mujer que interroga a otra acerca de la muerte del internet. Compruebas que no ha sido un problema local, se trata de un problema mundial y el caos se ha esparcido. Gente salta de los puentes, comandos civiles armado recorren las calles con impunidad. La mitad de los presidentes de la unión europea se han suicidado cumpliendo con algún ritual masónico y tú estás ahí, en mitad del tráfico que no se mueve, escuchando las palabras fatales de la conductora que dice que es irreductible, que todo aquello contenido en el internet se ha perdido para siempre.
Piensas primero en documentos importantes, proyectos, contactos, fotos y finalmente, la música. Se ha perdido la música del mundo y ahora sólo quedan aquellas piezas que conservas en físico, aunque dudas que tus reproductores funcionen todavía, piensas en todas las bases de datos que contenían la historia de la música universal y de todas aquellas canciones que nunca llegaron a tener un formato físico. Sientes tristeza y el peso de la pérdida incuantificable.
El tráfico avanza aunque no puedes recordar a dónde te dirigías, estás devastado. No tienes idea de cómo contactar a tus amigos o familiares y no hay canción que acompañe tu drama. Cambias de estación y en todas hablan de lo mismo, hablan y hablan y de pronto, entre las ignotas frecuencias del AM, escuchas una canción, un atisbo de música que se pierde ante la temblorina de tu mano y así entre el caos y el ruido te das cuenta que una vez más, el cambio no es tan grave. Murió el internet y con él la saturación de información, murió el internet y con él las horas interminables de ir de una canción mala a otra hasta dar con algo bueno entre la inmensidad de las canciones que existen, murió el internet y el sol sigue saliendo y ocultándose como todos los días, murió el internet y te regodeas ante la caída de los símbolos falsos, las ideas insustanciales y los profetas de patreon. Murió el internet y ahora eres libre una vez más. Te decides, bajas del auto y caminas lejos de la avenida, entre las calles angostas con dirección al cerro que se ve a lo lejos. Te alegras, sigues caminando.