Cuando era pequeño mi padre solía arrullarnos, a mi y a mi hermana, con discos de Isao Tomita interpretando a Debussy con una orquesta de sintetizadores, desde luego en aquel momento no pasaba por mi mente que aquel japonés del futuro era un genio ni mucho menos, para mi era simplemente la música con la que me iba a dormir y a veces, en tiempos de calor extremo, me provocaba pesadillas.
Hoy en día mi disco predilecto para dormir es el watermusic de William Bsinski, me provoca sueños muy ligeros y agradables, nada de tensión ni miedo, sueños que suceden en grandes campos abiertos o en inmensos parajes repletos de montañas y grandes árboles frutales. Desde luego no utilizo el recurso de la música para dormir muy a menudo. Cuando se trata de dormir, prefiero siempre esas noches en que el agotamiento me fulmina sobre la almohada y no sé nada de mi hasta el día siguiente.
Hoy me puse a pensar en esto cuando de pronto estando en una fila enorme a las afueras del banco, comencé a escuchar una melodía dulce a la distancia, la reconocí inmediatamente, era el «Claro de Luna» de Debussy, mi cuerpo comenzó a reaccionar como si fuera víctima de un conjuro ineludible; mis ojos comenzaron a sentirse pesados, mis piernas débiles y poco a poco fui cediendo al encanto de la melodía distante, tanto así que, tuve que abandonar la fila para no derramarme sobre un anciano con el cabello tan esponjoso que parecía una cómoda almohada de hotel.
Me refugié en el auto y tomé una siesta de 20 minutos antes de reaccionar y darme cuenta que me estaba comportando como un demente caprichoso que, se niega a aceptar la realidad que lo rodea y decide dormir en lugar de tomar acción sobre lo que debería estar haciendo, al final me reincorporé en la fila y nadie notó nada, la gente en estos tiempos vive tan ensimismada que poco se detienen a pensar en los detalles que componen su realidad inminente como lo son los sonidos, las texturas, los rostros, la iluminación precisa de cada instante, etc.
Salí del banco y me dirigí a casa de un amigo que tardó un par de minutos en bajar, lo cual dio tiempo a que pasara un carro de helados justo al momento en que mi amigo abría la puerta, y entonces una nube se apartó del camino del sol e iluminó el sitio donde yo estaba parado al tiempo que sonaba una música de ensueño del carro de helados, mi amigo se percató de toda la escena (tiene una mente cinematográfica envidiable) y dijo que mis acordes y mi presencia le recordaban a Disney, hasta el momento no he determinado si aquello fue un insulto, un halago o una observación a secas.
Así pasó el día y a cada lugar que visitaba lo acompañaba música inexplicablemente adecuada, escuché desde Valentin Elizalde cuando fui a comprar tamales de chicharrón al barrio de la capilla de Jesús, hasta un playlist con piezas de Akira Yamaoka en mitad de una charla en la cual comparábamos las calles desoladas gracias a los caprichos del gobernador con las calles desoladas de Silent Hill.
Recuerdo haber salido muy noche, cerca de la madrugada y de camino al carro no escuché nada, sólo el murmullo de la basura agitada por el viento de otoño y unas risas a lo lejos, mis pasos cubrían la totalidad del sonido en aquel momento y mi respiración resonaba con la presencia y la desesperación naturales de un fumador dedicado. Pensé que quizás no era tanto que la música acompañara a cada momento como si la realidad entera fuera una inevitable puesta en escena, tanto como, el hecho de que yo en mi mente iba deseando que el mundo fuera esa película de detalles perfectos a cada instante y para mi el soundtrack de un día podía determinar la condición entera de mi espíritu al volver a casa, divagué durante algunos minutos antes de comenzar a sentir las miradas ocultas del barrio acechando, arranqué y me fui directo a casa, me desplomé sobre la cama con la armonía de un proverbio chino y me quedé dormido.
A la mañana siguiente me levanté animado, pensando en los grandes momentos de la historia que estuvieron envueltos por la melodía de alguna canción, me pregunté qué canción habría sonado en la radio cuando Dodi Al-Fayed entró en aquel fatídico túnel o qué melodía sonaba en el charco de las ranas cuando Mario Bezares se levantó al baño. No supe por qué me invadió esta curiosidad de revista de chismes hasta que me di cuenta de que, al fondo, sonaba como salida de ultratumba, “La Culebra”, en ese momento toda mi infancia pasó delante de mis ojos en un instante. La música y la tragedia en conjunto crean poesía, pensé, y seguí mi camino sin más sobresaltos aquel día.