Asumiendo la tarea de ofrecer un lugar donde la escena under tapatía se desarrolle y fortalezca, por más de 12 años Favela ha abierto las puertas de sus salas de ensayo y grabado los acontecimientos musicales de la escena local para los que tienen el privilegio de conocerle, resistiendo el hambre, los vecinos, y por qué no decirlo, también la fiesta. En palabras de Pablo su fundador: “Favela es como un perro de la calle; se divierte paseando de un lado a otro cuidándose de los carros, comiendo cuando puede y no sabes cuánto tiempo más vaya a sobrevivir. Aquí se realiza lo mismo que una disquera, las bandas aquí se arman, se producen, graban, masterizan, maquilan sus discos y suvenirs, se organizan eventos, videos, sesiones de fotos y hasta se planea su distribución y movimiento por redes sociales. La diferencia con una disquera es que aquí la empresa no es la que se encarga de todo eso; solo es un punto de reunión de personas que están en el medio y donde cada quien se termina rascando con sus propias uñas, si necesitas algo aquí va a estar la persona que te puede ayudar a realizarlo, pero los logros de las bandas solo dependen de ellas mismas.”
Recuerdo el primer día que estuve en la favela, era un lugar oscuro, con un pasillo largo lleno de cuartos de ensayo, al fondo se dibujaban escaleras, las paredes se caían de humedad y frases talladas, el ambiente espeso de humo y olores de alfombra y cerveza derramada, típicos de los cuartos de ensayo, objetos flotantes y algunos con ubicaciones bastante precisas. Arriba, el cuarto mayor, donde ocurría la magia de la grabación había algunos sillones, ceniceros repletos de colillas, abundantes latas de cerveza en distintos lugares, y en la azotea una terraza donde jugaban a tirar resorterazos a las botellas vacías.
Todo ocurría de noche, iban llegando de a pocos, ocupaban un cuarto, caminaban a la tienda a surtir las caguamas, se escuchaba el ritual de afinación y calentamiento de cada instrumento, y de repente ya había más sonidos de los que podías distinguir, voces gritando, risas y comentarios. De pronto salían unos agotados, otros agitados, y siempre estaba ahí Pablo haciendo varias cosas a la vez, con energía inagotable, conectando, moviendo cosas, grabando, atendiendo el changarro.
Al paso de los años, la casa era otra, la pintura amarilla cubrió todas las frases de las paredes, y las palabras se mudaron al sillón, lugar estratégico para que todos se comieran sus palabras, tales como: “Si se llegar pero no doy”, “En vivo no me equivoco” “Matanga” o “Hacia adelante pada no pedé el equidibio”. Los cuartos estaban ya enmudecidos por maderas y paneles de esponja, e iluminados por luces de halógeno, me sorprendí de ver aquella magnífica transformación, habían pasado unos 10 años desde que visité el espacio por primera vez, y justo cuando todo estaba en su momento más espléndido se tuvo que abandonar.
Afortunadamente todo cambio es para bien y así Favela encontró un mejor lugar para habitar, y se alejó de la zona de Zapopan para caer en un lugar más amplio y abierto, donde ahora tenemos el privilegio de tener una barra de madera donde tomarnos las cervezas. Me hubiera gustado que en mi Tlaquepaque existiera una Favela, a donde yo pudiera acudir todos los días a tocar y conversar con los músicos de mi alrededor, pero no la he descubierto o quizá nunca existió. Las necesidades hacen a la música y todo lo que ella conlleva.
Gracias Favela.
*Imágenes por cortesía de Favela Records. Oleo sobre tela “La fiesta del payo” de Pablo Daniel Arteaga.