O cómo conocí la música de Toncho Pilatos
Durante la adolescencia, solíamos juntarnos un grupo de amigos en una lomita que se elevaba sobre un lote baldío, y desde la cual se observaba —a lo lejos— la ciudad en todo su esplendor. Era el tiempo en que buscábamos sacarle sonidos a las guitarras acústicas, ávidos de emular melodías que nos volaban los sesos cuando las escuchábamos en el estéreo. Recuerdo que la primera rola que me aprendí fue “Wish You Were Here” de Pink Floyd —hay otra “Wish You Were Here” de Incubus— y luego de ahí comenzaba a probar afinaciones raras para tocar rolas de System of a Down, Deftones, Korn, Limp Bizkit, etcétera.
Cierta noche estábamos mis compas y yo sentados en aquella lomita, debajo de la lámpara que arrojaba su luz amarilla hepática, cuando se nos acercó un señor de características siniestras. Era alto —o al menos las botas provocaban esa impresión—, de sus hombros caía una gabardina blanca sin abotonar que le llegaba a la pantorrilla, pantalón de mezclilla azul oscuro sostenido a la cintura con un fajo negro, playera negra que hacía juego con sus gafas oscuras. Su rostro era severo, por encima de los lentes sobresalían dos cejas fruncidas que delataban una mirada escudriñadora. La boca inmóvil y los labios resecos, en cuyas junturas llamaba la atención una especie de espuma blanca. Aunque nadie dijimos nada, todos pensamos que aquel tipo no estaba en sus facultades: ¿se habría drogado?, ¿estaría borracho? No percibimos el olor a ninguna sustancia, ni él parecía estar mareado, sino todo lo contrario, sus palabras y sus movimientos fluían con cierta soltura y firmeza. Sin embargo, parecía como sumergido en una suerte de trance que de pronto interrumpió con su presentación. Fue entonces cuando supimos que ese señor era un tal Vega y que había sido baterista de una banda tapatía llamada Toncho Pilatos. ¿Quién carajos era Toncho Pilatos? Sinceramente el nombre nos pareció gracioso, por no decir original. Ante nuestra expresión de duda, el Vega se soltó a contarnos sinfín de anécdotas que vivió junto con su amigo el Toncho, vocalista de la banda: habían sido compañeros en la preparatoria vocacional, se habían metido en líos estudiantiles cuando la guerrilla urbana y el conflicto entre la FEG y la FER, habían tocado en tardeadas donde la violencia era parte del cotidiano; aseguraba que una vez un cabrón estaba parado entre el público, a los pies del escenario, y durante todo el toquín no dejaba de seguir al Toncho con la mirada, y cuando éste dio la espalda al público aquel hombre sacó un cuchillo y lo alzó para clavárselo al Toncho en la espalda, pero justo en ese momento el Vega sacó una pistola, apuntó, disparó y el hombre del cuchillo cayó muerto. Naturalmente, el relato nos pareció demasiado alucinado, aunque tiempo después sabríamos que la realidad tapatía de los años setenta no estaba tan alejada de aquel cuadro violento que el Vega había esbozado.
Luego de ese encuentro bizarro con el Vega, que en un principio fue siniestro y después de convirtió en algo chusco, yo le pregunté a mi padre si conocía a una banda llamada Toncho Pilatos. A la brevedad me contestó que sí, que de hecho él los había presenciado en vivo un par de veces, alguna vez en la Arena Coliseo. Me dijo que Toncho Pilatos había sido un grupo muy original, debido a la mixtura del rock con elementos de la música mexicana, tales como el mariachi y las danzas autóctonas. Pero en ese tiempo no teníamos acceso a internet y tuve que esperar para buscar música de ellos. Fue Chuy, un compa muy allegado de la familia, quien me regaló el acetato titulado Segunda vez. Recuerdo uno de los comentarios que me hizo el Chuy acerca del disco: “escucha la rola ‘Chipote saltarín’, tiene un buen mensaje”. Después, en un momento de soledad, puse el disco en la consola de mi jefe y abrí mis oídos. La experiencia fue única. Los sonidos que emanaban de aquel acetato rasgado por la aguja, me provocaron diversas reacciones emocionales, desde la risa —al escuchar la voz de Toncho con un pitch de fondo en la canción “Segunda vez”— hasta el asombro. Los solos de guitarra y los riffs me parecieron muy rockeros. Pero lo que me atrapó fue el estilo experimental, su forma de incorporar elementos de la música popular mexicana con el rock. Segunda vez fue la ventana hacia el rock tapatío y mexicano. A partir de ahí, mi curiosidad por investigar acerca del movimiento del rock en Guadalajara de los años sesenta y no ha parado. Cada que me apetece escucho a Toncho Pilatos para viajar al pasado, tratando de imaginar a aquella juventud rockera de la Guadalajara de ayer.