Hace algunos años mi amigo R me enseñó las reglas básicas de un dj. Me dijo que había cosas que simplemente no podías hacer si querías tomártelo en serio. Era una especie de código moral muy estricto. Decía que habiendo tantas canciones en el mundo y tantos músicos era de mal gusto repetir artista en un playlist, peor aún repetir canción, le parecía inmoral de la misma forma dejar que las canciones saltaran al azar y desde luego una de las peores cosas que podía hacer un dj o un selector era, elegir una pieza que no estuviera destinada a hacer bailar a la gente.
Me contó una anécdota de un viejo lobo de mar que en alguna ocasión rompió esta última regla y no conforme con haber elegido una balada insulsa en mitad de un after frenético, se molestó cuando algunos de los asistentes encontraron la forma de seguir la inercia y no pararon de bailar, como si pudieran encontrar en aquella pieza los despojos sutiles de un beat casi imperceptible. “SIN BAILAR”, gritó enérgico y apagó la música ante el desconcierto de todos, que esta vez, se habían detenido por completo. Después de un incómodo silencio, repitió la orden con menos volumen pero la misma firmeza. “sin bailar”, dijo y reanudó su balada.
Cuando escuché la historia me hizo pensar en todas aquellas veces que yo por voluntad propia había decidido no bailar a pesar de que la ocasión, la música y la compañía lo ameritaba. Me hizo pensar acerca de la libertad y cuánto nos cuesta reconocerla cuando la tenemos a nuestra disposición y cuánto nos abruma cuando la perdemos aunque sea un poco. Soy de los de la idea de que la libertad es el derecho más valioso y que cualquier afronta en su contra debe ser combatida enérgicamente.
Mucho se especula acerca de cuándo volveremos a estar frente a un escenario y cuáles serán las condiciones en las que habremos de regresar. Algunos le apuestan a la ridícula idea de que los conciertos dentro del auto serán el futuro, pero no creo que la gente tarde mucho en darse cuenta que, entre eso y escuchar el radio en mitad de un embotellamiento, no hay mucha diferencia. Otros aseguran que las cosas volverán a la normalidad pero se reducirán los aforos y habrá controles cutres de salubridad como los que hay al entrar a un supermercado. Están también los que intuyen que el live streaming será la nueva forma de los conciertos, pero tampoco creo que ese sea el caso, es aburrido y en realidad no tiene ninguna cualidad social que es el principal atractivo de un concierto para la mayor parte de los asiduos a la música en vivo.
También existe un escenario fatal, en el cual algunos se imaginan conciertos parcos, con todo el mundo enmascarillado y sentados. Sin bailar, pensé, la primera vez que escuché de esta posibilidad traté de imaginarme aquel concierto distópico donde está prohibido cantar, gritar, aplaudir y bailar. Lo imaginé desde arriba del escenario y sentí una especie de terror combinado con tristeza. No pude discernir la diferencia entre eso y un triste concierto para maniquíes.
Entonces llegué a la conclusión de que, en caso de vernos obligados a soportar cualquiera de estas realidades por algún decreto absurdo, que no sería el primero. La música tendría que regresar al territorio de lo clandestino y si, quizás sería un movimiento irresponsable, quizás sería un movimiento suicida, pero ante todo, sería un movimiento en favor de la libertad y esa es una lucha cuyos métodos siempre suelen ser poco ortodoxos. No se puede condenar a un prisionero por intentar librarse de la cárcel, por sus crímenes comprobados, desde luego, pero jamás por soñar cada noche desde su celda con la posibilidad de escapar.
En fin, todas son suposiciones pero, ahora que se ha vuelto realidad la consigna de no poder bailar en algunos lugares de la ciudad, extraño la posibilidad y es que, la música y la danza siempre han ido de la mano. Lo que me lleva a concluir que efectivamente, un mundo donde se prohíbe bailar es un mundo donde se niegan las posibilidades del ser en su más íntima expresión y es un mundo que, difícilmente me resulta atractivo. Pues bailando se libera el cuerpo tangible y sin bailar, la libertad se reduce a la posibilidad de soñar, como el reo que sueña cada noche que se escapa y nadie se da cuenta.