Hace algunos años estuve viviendo en la ciudad de México, en la antigua colonia tabacalera, cerca del monumento a la revolución. Había días en que las horas no me alcanzaban para ir de un lado a otro, pero sin embargo, lo disfrutaba. Los días ajetreados terminaban en la estación del metro Revolución y de ahí caminaba unas cuantas cuadras hasta un pequeño cuarto que rentaba, por una cantidad excesiva para mis estándares provincianos pero justa, según la dinámica de la capital.
Otros días eran más tranquilos y en realidad, podía solucionar todos mis pendientes desde la comodidad de la pequeña pantalla de mi celular. Estos días en particular, me gustaba salir a la calle y dar vueltas por la colonia, a veces iba hasta Bellas Artes y a veces hasta el Templo Mayor o me aventuraba por insurgentes hasta la colonia roma para tomar un café o ver pasar a la gente en el camellón de Alvaro Obregón.
Otros días, cuando mi espíritu de aventura menguaba, me gustaba salir con la guitarra hasta la explanada del monumento a la revolución. Me parecía curioso como, en un lugar donde la gente no deja de efervescer, podía sentirme completamente solo y anónimo, nadie me miraba ni me prestaba atención, cada uno de los chilangos vaga por esa gran ciudad inmerso en la soledad de sus pensamientos, sin mirar, sin interactuar, como autómatas envueltos en burbujas impenetrables.
Hay muchos buenos lugares para tocar la guitarra y cantar a todo pulmón en esta explanada, debajo de la cúpula es quizás el mejor de todos, pero desde luego para intentar una canción en esa sección debía calentar primero y tener mi pieza bien ensayada. La acústica es tan excepcional en esta sección que, resulta un foro imponente y uno quiere llegar ahí y hacerlo bien, por el mero placer de sonar bien en un escenario majestuoso; pocas veces logré cantar a todo pulmón ahí, pero hubo un día en especial que recuerdo con terror y cariño.
Aquel día decidí terminar una composición que llevaba días rumiando en la cabeza, había terminado mi trabajo temprano, y armado con la guitarra y un cuaderno, salí a la calle en busca de un buen sitio para sentarme con mi instrumento y no detenerme hasta tener la canción terminada. A los costados del monumento hay cuatro explanadas más pequeñas que se encuentran en un nivel más bajo, hay bancas y jardineras, en un par hasta hay unos baños públicos. Una vez que la banda de guerra ha terminado su práctica se convierten en rincones muy apacibles, con cierto grado de intimidad urbana.
Recuerdo haberme sentado en una de las bancas, saqué el cuaderno de mi morral y lo puse sobre la banca y comencé a tocar. La sombra de los árboles me resguardaba del sol del mediodía y la canción fluyó con mucha velocidad, fui completando cada verso como si ya lo hubiera escuchado antes y en cuestión de cuarenta minutos había terminado la canción y emocionado me dispuse a ensayar para poder subir a la cúpula y cantar.
Mientras me preparaba, encendí un cigarrillo y me di cuenta de que, no estaba solo en aquel lugar, al otro extremo de aquella explanada, un grupo de chemos me observa. Siendo de la colonia, ya había escuchado hablar de ellos, “Los niños de la cueva” les decían, y aquella explanada era su territorio, sabía que eran feroces y despiadados al momento de robar así que, en mi mente comencé a fraguar mi ruta de escape, con la guitarra y un par de billetes no me parecía prudente quedarme sumergido en mí insensato idilio bohemio, era presa fácil, lo que mi amigo Manuel, tiene a bien llamar, un pichón.
Comencé a guardar mis cosas en el morral, cigarros, encendedor, el cuaderno, la pluma y el celular, esperando huir cuanto antes, pero cuando levanté la mirada, los niños de la cueva ya estaban rodeándome. uno de ellos se sentó a mi lado y comenzó a elogiar mi guitarra, diciéndome que él también era “rockero”, los demás se reían en un tono socarrón como sabiendo que aquella patraña era sólo el preámbulo de lo que me esperaba.
De pronto el líder se me acercó y me preguntó que qué estaba haciendo ahí con una guitarra tan bonita. En ese momento, en mi mente sólo pensaba que estaba perdido, esa tensión que se siente entre el depredador y la presa era palpable y entonces dije.
-Estoy componiendo una rola para una morra que me gusta un chingo, pero no se si me quedó muy cursi.
El líder de los niños de la cueva mordió el anzuelo ante todos mis pronósticos y con curiosidad dijo.
-A ver, tócala.
recuerdo haber sacado la libreta con la letra del fondo del morral, la puse sobre la banca para ver la letra y entonces comencé a tocar. Sabía que en aquel momento mi futuro inmediato dependía de mi interpretación y entonces, toqué y canté como si la vida me fuera en ello, Los niños de la cueva se sentaron a mi alrededor, eran cerca de quince y todos escucharon atentos mientras yo depositaba el alma como esperando comprar mi libertad con aquella canción.
Cuando terminé, el líder se sonrió, esta vez más honesto que socarrón y dijo.
-Ajalas, si toca el chino.
Y de un momento a otro, como si fuera una película de terror, los niños de la cueva se abalanzaron sobre el primero que se había sentado a mi lado, sus miradas cambiaron , y pude ver el terror en la cara de aquel muchacho que aún sabiendo lo que le esperaba no dejaba de llevarse el trapo a la nariz diciendo entre sollozos.
-Aguanten aguanten….
Me levanté como pude viendo que estaba en medio de aquel ataque intempestivo, meti el cuaderno al morral me lo colgué al hombro y con la guitarra en la mano comencé a alejarme., podía escuchar los gritos de terror de aquel muchacho que estaba al borde de una chacaliza épica, me di la vuelta por un segundo y vi al líder que se despedía de mí con la mano y con un aire nostálgico dijo.
-Sigue rockeando.
sonreí de regreso y aceleré el paso sin mirar atrás hasta llegar a mi casa. No comprendía bien lo que había sucedido, pero estaba claro que aquel día, la música me había salvado la vida. Por la tarde volví a la explanada y canté bajo la cúpula, un señor de traje, muy distinguido, me arrojó una moneda.