La hoguera de las vanidades

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Un amigo pregunta en facebook si la libertad de expresión debería ser para todos en todo momento. Yo pienso que si y le pongo un like, minutos más tarde la conversación tiene varios comentarios, para mi sorpresa, la mayor parte de quienes comentan encuentran esta idea absurda y apoyan la censura para todo aquello que no consideran valioso y entonces, pienso en el juicio del tiempo y lo efímero de las ideas. Me llega a la mente una historia del pasado que resuena en mi mente como un gamelán en mitad de la noche. 

A principios del renacimiento existió un monje lúgubre y muy recatado llamado, Girolamo Savonarola, que por azares del destino acabó al mando del ducado de Florencia, la ciudad que, en aquel entonces era el epicentro cultural del mundo occidental. Los artistas del renacimiento iban a Florencia para aprender de los grandes maestros. La ciudad gozaba de una suntuosidad única y era en sí misma, un monumento a la belleza y a la divinidad.

Fue tal su grandeza que, incluso siglos después, Henri Beyle, dijo haberse sentido enfermo en su experiencia al visitar la gran capital del renacimiento. Describió mareos y un malestar que jamás había sentido, náusea y una fiebre poderosa que lo dejó tumbado en cama por un par de días. El doctor que lo atendió aseguró que el novelista se encontraba en perfecta condición y que aquel malestar debió ser producto de un estado cercano al shock nervioso. Henri lo atribuyó al exceso de belleza de Florencia y entonces concluyó que, la belleza enferma. Fue así que nació lo que hoy conocemos como síndrome de Stendhal, en honor al pseudónimo del escritor.

 El caso es que, hubo una época en la cual, el monje fanático tuvo el poder en aquella ciudad y entonces emprendió una campaña alarmista y desproporcionada en contra de toda obra de arte que no estuviera destinada  a dignificar la gloria del Dios de las cruzadas. Conminaba entonces a formar hogueras multitudinarias que se llevaban a cabo a las afueras del palacio Veccio  y en ellas, eran arrojados libros, esculturas, cuadernos de apuntes , grandes pinturas, joyas, cosméticos y todo aquello que supusiera alguna simpatía por la gloria del ser humano como especie.

Incluso Botticelli, el gran pintor, atormentado por las amenazas de las calderas infernales de Savonarola, se presentó a una de estas quemas con varios de sus lienzos y convencido, los arrojó al fuego, ante la mirada complacida de Savonarola que, detestaba esa nueva obsesión que habían desarrollado los renacentistas por la anatomía humana, pareciendole un acto de vanidad el poner el arte al servicio de la memoria de los humanos y no al servicio de la memoria de dios.

Al final, la vorágine de puritanismo terminó tan pronto como había comenzado y en una serie de giros políticos, Savonarola perdió su poder y fue quemado en una hoguera en el mismo sitio donde había destruído parte del legado florentino, para el beneplácito de Dante, quien ya lo había colocado en uno de sus círculos infernales a lado de todos aquellos que queman libros.

 A últimas fechas, pienso que quizás el espíritu de Savonarola aún ronda entre los rincones más obsoletos de la conciencia colectiva y  que ahora , cada quién desde la comodidad de su trinchera de litio emite juicios irresponsables como lo hizo aquel monje lleno de miedo y fanatismo. Me asusta pensar en un mundo donde se cuestiona la libertad de pensar diferente o de siquiera atreverse a buscar un pensamiento individual. Para una sociedad que ha emprendido una cruzada encarnizada en contra del universo de lo binario, una visión ambivalente del mundo me parece no sólo prueba de la obsolescencia del discurso si no, una contradicción  grosera. 

Hoy en día todo es bueno o malo y no debe existir ambigüedad al respecto, eso si se quiere contar con el mínimo de respeto. Censuramos con la premura de Savonarola y nos permitimos todo aquello que creemos, puede molestar a aquellos que consideramos nuestros adversarios. Una canción puede ser al mismo tiempo un atentado contra cierto sector específico de la sociedad y un himno de liberación para los mismos pero en otra de sus facetas en la cual, el mismo discurso, pareciera conveniente. 

Y entonces cada semana se discute si debería o no existir tal o cual canción y un día de pronto, sin miedo, la desterramos de nuestras vidas. Incluso artistas de los grandes escalafones se niegan a seguir interpretando canciones que han sido canceladas por la masa y entonces prueban el nivel de su hipocresía y la alevosía de los medios al aprovecharse de cualquier atisbo de escándalo para enardecer a un conjunto de generaciones que se dicen liberadas del control brutal de la televisión, sin darse cuenta que, ahora la llevan en el bolsillo e incluso, tienen su propio canal. Nos convertimos en la televisión sin darnos cuenta y ahora somos como el alma cuando sueña según Addison, teatro, actores y auditorio,  del suceso ininterrumpido al que llamamos realidad. 

En la nueva televisión estamos dispuestos a todo. Desde las cosas más nobles a los disparates más atroces. Al final internet es la nueva hoguera de las vanidades, donde todo aquello que no cumpla los lineamientos de divinidad de uno, se puede convertir en la próxima obra quemada y es que sí, es más fácil destruir que crear y mucho más fácil seguir a alguien que caminar por cuenta propia.

 Al final mi amigo borró su publicación, obteniendo de primera mano, la respuesta que buscaba.