Murió el autoproclamado «Antipoeta»
Nicanor Parra, el físico y matemático chileno al cual el lenguaje de la ciencia le quedó pequeño y a partir de esto se desarrolló como pocos en las letras. Proveniente de una familia equivalente en cantidad como en habilidades artísticas, la música y la literatura con raíces en el folclor dominaron el árbol genealógico del poeta. Hermano de la compositora Violeta Parra, autora de uno de los más grandes himnos a la vida, que, paradójicamente terminaría con su existencia por voluntad propia. Nicanor fue el primero de ocho hermanos, quien desde muy pequeño tuvo una seducción por el arte popular.
Después de egresar como matemático y físico, fungió como docente al mismo tiempo que publicaba su primer poemario.
Como escritor criticó el estilo de poesía que imperaba en su época y lideró el camino de la vanguardia utilizando recursos humorísticos y de la cultura popular. En sus textos se aprecian palabras cotidianas y regionales mediante un lenguaje colmado de sarcasmo e ironía.
Por mi parte llegué a él casi por casualidad, por el tipo de casualidades que te noquean de un golpe y no permiten que te levantes. En las últimas hojas de un libro que renté se leía un breve poema escrito a mano y con la inscripción N. Parra.
“Cuando pasen los años y yo sólo sea un hombre que amó, un ser que se detuvo un instante frente a tus labios, un pobre hombre cansado de andar por los jardines, ¿dónde estarás tú?”
Para solemnizar la terrible pérdida del coterráneo de otros diestros de la literatura como Roberto Bolaño y Pablo Neruda, propongo brindarnos la oportunidad para recordar o descubrir, según sea el caso, la (anti)poesía del maestro Parra y exaltar de nuevo un género que ha perdido discípulos, pero no calidad.
Hay un día feliz
A recorrer me dediqué esta tarde
las solitarias calles de mi aldea
acompañado por el buen crepúsculo
que es el único amigo que me queda.
Todo está como entonces, el otoño
y su difusa lámpara de niebla,
sólo que el tiempo lo ha invadido todo
con su pálido manto de tristeza.
Nunca pensé, creédmelo, un instante
volver a ver esta querida tierra,
pero ahora que he vuelto no comprendo
cómo pude alejarme de su puerta.
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas
ni sus viejos portones de madera.
Todo está en su lugar; las golondrinas
en la torre más alta de la iglesia;
el caracol en el jardín; y el musgo
en las húmedas manos de las piedras.
No se puede dudar, este es el reino
del cielo azul y de las hojas secas
en donde todo y cada cosa tiene
su singular y plácida leyenda:
hasta en la propia sombra reconozco
la mirada celeste de mi abuela.
Estos fueron los hechos memorables
que presenció mi juventud primera,
el correo en la esquina de la plaza
y la humedad en las murallas viejas.
¡Buena cosa, Dios mío!, nunca sabe
uno apreciar la dicha verdadera,
cuando la imaginamos más lejana
es justamente cuando está más cerca.
Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice
que la vida no es más que una quimera;
una ilusión, un sueño sin orillas,
una pequeña nube pasajera.
Vamos por partes, no sé bien qué digo,
la emoción se me sube a la cabeza.
Como ya era la hora del silencio
cuando emprendí mi singular empresa
una tras otra, en oleaje mudo,
al establo volvían las ovejas.
Las saludé personalmente a todas
y cuando estuve frente a la arboleda
que alimenta el oído del viajero
con su inefable música secreta
recordé el mar y enumeré las hojas
en homenaje a mis hermanas muertas.
Perfectamente bien. Seguí mi viaje
como quien de la vida nada espera.
Pasé frente a la rueda del molino,
me detuve delante de una tienda:
el olor del café siempre es el mismo,
siempre la misma luna en mi cabeza;
entre el río de entonces y el de ahora
no distingo ninguna diferencia.
Lo reconozco bien, éste es el árbol
que mi padre plantó frente a la puerta
(ilustre padre que en sus buenos tiempos
fuera mejor que una ventana abierta).
Yo me atrevo a afirmar que su conducta
era un trasunto fiel de la Edad Media
cuando el perro dormía dulcemente
bajo el ángulo recto de una estrella.
A estas alturas siento que me envuelve
el delicado olor de las violetas
que mi amorosa madre cultivaba
para curar la tos y la tristeza.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces
no podría decirlo con certeza;
todo está igual, seguramente,
el vino y el ruiseñor encima de la mesa,
mis hermanos menores a esta hora
deben venir de vuelta de la escuela:
¡sólo que el tiempo lo ha borrado todo
como una blanca tempestad de arena!
Como dato curioso, hace casi 13 años el grupo chileno Los Bunkers lanzaba el disco que lograría consagrarlos y a la postre sería considerado uno de los más trascendentes para la música chilena. El álbum Vida de Perros fue grabado en la casa de Nicanor Parra. Un gran disco áspero con letras duras y directas que evocan al desamor, el dolor, las rupturas y esa fracción sombría del amor de la cual nunca logramos escapar.