Charly lo hizo el día 3 de marzo del año 2000, en las instalaciones del pomposo hotel Aconcagua en Mendoza, Argentina. Se encontraba hospedado en el noveno piso, a veinte metros de altura, sobre el sector de una pileta con tres metros de hondo a medio llenar. Eran las 12:30 del día cuando García se instaló en el balcón, enfundado en unas femíneas mallas rojas, narcotizado, acicalado como una geisha al pedo y flanqueado por un par de muñecos: un reproductor para discos compactos con cabeza de gato siamés, y un inflable del gato Silvestre. Intimó a saltar.
Comprobó primero la parábola que ejecutarían los dos muñecos al volar. Examinó el impacto de los objetos al desplomar sobre el escaso bloque de agua: el gato estéreo golpeó el costado de la piscina y se quebró en dos, el inflable de Silvestre cayó justo en medio de la pileta, sin dilación. El macilento cuerpo del flaco cortó el aire, y aleteó queriendo sortear la corriente que lo hacía volar. Un gallo de pelea convertido en cóndor andino, descubriendo el Hanan Pacha. Cayó de espalda, casi sentado; subió a la superficie como si nada, como si todo. Pidió Coca-Cola con hielos y respondió a un par de preguntas que le hicieron los periodistas: “Esta es la primera cosa deportiva que realmente estoy disfrutando”.
Ya lo dijo Plinio, ¿quién de los mortales podrá enumerar todas las excelencias del agua, sin que al considerarlas deje de temblar?
Durante mucho tiempo no pude dejar de ver aquel video del demoledor de hoteles saltando desde el noveno piso sin entusiasmarme a la postre. Me producía una especie de exaltación anímica, de fruición axiomática. Codiciaba aquella zancada, me imaginaba a mí mismo surcando los aires con nada más que incertidumbre en el cuerpo y unos audífonos en las orejas con el track de “Noveno ‘B’” para afinar el espíritu. Un salto que me despejara la cabeza de los problemas cotidianos, los trabajos cutres y las preocupaciones frecuentes. Vencerme en la pileta, liberarme, sumergirme cada vez más hondo. En uno de esos hoteles finos en los que el escritor es internado antes de dar una lectura, como si fuese un diplomático. Lugares donde te atesoran como un par de zapatos raros en una caja con distinguido suaje. Era ahí, donde el reflejo del Sol en el agua denunciaba la existencia de una piscina, cuando lo pensaba irasciblemente: arrojar el ventilador, la pantalla o la computadora portátil; estudiar su vuelo, su holgura, su caída, para después armarme de valor y brincar de una buena vez. Pero nada, el repiqueteo del teléfono anunciando la llamada de un viejo amigo, el trinar de los pájaros, los árboles y su erótica danza con el viento, una frecuencia, la nota de una canción, me regresaban a la realidad y a mi cuerpo: “cada vez que duele más / estaré más firme / hay sombras que vienen y van / yo no voy a irme”.
Dicen que el hombre no puede saltar fuera de su sombra, y que al igual que nuestros pensamientos, nos acompañará siempre, vayamos donde vayamos; pero Charly García encontró la manera de romper ese karma. Quien quiere hacer algo encuentra su medio, quien no quiere hacer nada, encuentra una excusa. Charly vinculó la poesía con la vida. Su crear nunca estuvo separado de su vivir, porque su vivir era ya un crear. La poesía se manifiesta en él como un principio activo, como una transformación, como un reordenamiento valioso de la experiencia vital y espiritual. Yo, como muchos, interpreté erróneamente el impulso de Charly, porque lo que él perpetró en el hotel Aconcagua de Mendoza, fue un salto cuántico hacia su interior.